20/11/2006

MAURICIO ARRIETA...cuento

ES FÁCIL CERRAR LOS OJOS
Ayer la conocí hermanita, es bellísima. Y lo más importante: existe, es real. Ha cambiado mucho. La niña mimada que no podía jugar en la tierra desapareció. Blanca es su piel como blancos, por desgracia, son sus ojos, pálidos y abiertos, como los que puso la gata de Nicolás cuando el carro le atravesó el vientre.

Estaba sentada frente a un naranjo, de tal manera que sólo podía ver su perfil izquierdo. Me pregunté si trataba de escuchar al árbol y de hablarle con las manos que movía de manera confusa. Su comportamiento y sus gestos eran bellos, amigables, pero no sabía si debía acercarme o saludarla de lejos, si lanzarle una piedrita sería muy descortés o bastaría con gritar cualquier cosa para llamar su atención. Ella se había percatado de mi presencia hacía mucho tiempo. Esperaba a que me acercara.

Sin dejar mi puesto lo dije en voz alta: Quería escuchar la canción de la muerte. Silencio. Se burló sin dejar de hablarle al naranjo, hizo un gesto de decepción y giró con su brillante vestido perla hasta darme la espalda y desaparecer de mi vista detrás del árbol. Era obvio, qué otra cosa me conduciría al bosque Jaque, sino encontrarla, satisfacer mi morbosa curiosidad con su voz, su melodía.

Debería cuidar mis palabras sabiamente, hacerle creer que es ella quien está interesada en el cofre de perlas que resguardan mis canes; mostrarme indiferente, importante, no demostrar ni por un segundo que si me voy del bosque sin su canción todo sería absurdamente fútil y tonto como un postre sin azúcar.

Asomó la cabeza desde detrás del naranjo para hacerme saber que se estaba impacientando, con un gesto de la boca me dio a entender que recordaba. Rápidamente llegué al árbol para asustarme al encontrarla con los ojos cerrados, pero atentos y una sonrisa sanguinolenta de ladrona de rubíes. Buscó en el aire la fuente sonora más cercana, porque, como luego me explicó, hay una regla hermanita: Alguien debe siempre pagar la pieza musical, una vida por una melodía, 10 años menos por cada minuto de placer musical.

Al principio me preguntaba por qué no me arrebató la vida sin mayores reparos, luego olvidé preguntarle y no tengo más que conjeturas absurdas sobre su misericordia.

Abrió los ojos como un reptil hacia un ave de cuerpo azul y brillantes alas negras, plena de fuerza y elegancia, que deambulaba incauta por los aires. El ave, consciente de su belleza y de nuestra atención fija en él, forzó el trayecto de vuelo, logrando brazadas más rítmicas y suaves, luciéndose ante nosotros como el bailarín más experto.

De un momento a otro el ave se detuvo en el aire retorciendo su cuerpo como si una garra lo apretara al menor movimiento que hiciera. Sus alas buscaban huir en cualquier dirección, su baile había acabado. Daba la impresión de que muchas hormiguitas de fuego irrumpían por los ojos, por la boca y por el ano, rumbo a su corazón o su cerebro. Parecía que eran expiadas en su cuerpo todas las impunidades de Latinoamérica en este siglo. La sangre se precipitaba copiosamente al suelo y sin embargo el ave seguía en el aire, como guindada en un gancho celeste. Hasta este punto el cuadro era humanamente horrendo pero soportable desde un punto de vista estético. El asco no lo pude reprimir cuando los órganos comenzaron a asomarse a través de las preciosas plumas y la propia ave se apuraba en devolverlas con el pico a su interior, justo cuando el dolor se intensificó mortalmente y el ave intentaba un chillido de lamento que se le ahogó en la siringe.

A ella la había olvidado. Tenía una mano extendida hacia el pájaro con los dedos crispados y la otra en dirección a la cabeza, sin tocársela, como si se concentrara dolorosamente en algo importante. La vida de la avecilla comenzó a extinguirse, ahí en el aire, marcando un silencio sagrado.

Un ladrido gutural duró dos segundos, seguido por una agudeza intolerable y entonces lo escuché, lo sentí. Desde sus delgados y pálidos labios vaciaba en la atmósfera el canto de la muerte. No recuerdo como su cuerpo mientras cantaba, como tampoco nada que ocurriera en ésta realidad, si así logro que me entiendas. Hermanita, no soy capaz de decirte que el canto sea hermoso, pero ciertamente sé que es el mejor, porque es como si estuviera vivo, como si conversara conmigo. La melodía bien pudo durar cuatro tiempos, lo mismo que un año entero.

No puedo decirte exactamente cómo fue por más que lo intente, porque no lo recuerdo. Lo tengo en mi cuerpo, en mis objetos, en cualquier cosa que vea, todo me hace vivir la melodía, recordarla; sin embargo, cuando trato de hacérselo saber a alguien, cuando trato de escribirlo, de decirlo, cuando trato de explicarle a un músico cómo era… dos segundos antes de que empiece a expresar las palabras se va, quedo en blanco, totalmente en blanco, sin posibilidades para decírselo a nadie. Se parece a muchas cosas sencillas y cotidianas, y ahora mismo se me cruzan muchas por la mente, pero no puedo escribírtelas porque con sólo pensarlo lo olvido todo.

Cuando terminó, bajó lentamente los brazos. Un sentimiento nuevo me invadió, una mezcla de tristeza y júbilo con sabores cítricos que terminaron en carcajadas líquidas y sollozos tontos, caí de rodillas al suelo boca arriba con un golpe seco, acompañado por otro que medí mentalmente justo debajo de donde el ave estaba suspendida, conoció el descanso después de todo. Ahora por quien temía era por mí mismo. ¿Qué clase de demonio era esta mujer?

Su rostro apareció ante el mío. Más grandes que nunca sus ojos blancos devorándome descaradamente, se me parecieron muchos a los de nuestra madre, a los de mi sobrina, a los tuyos. Vi a todas las mujeres de mi vida en esa mirada fría. “Te amo” dijo, y tan rápido como tomó mi mano, me levantó del suelo de un sólo impulso y se echó a la carrera, arrastrándome como si fuera una cometa de papel.

Dejamos atrás un valle inclinado y un lago pequeño en nuestro camino a un bosque espeso y espinoso, dentro del cual, luego de cien pasos largos, hallamos un descampado acolchado con ramas secas y astillosas, donde no tuve ni tiempo de apreciar la enormidad de los árboles, cuando ella, ya desnuda, tiraba de mis vestiduras, besaba mi piel con una boca seca, marchita y fría, y se aferraba a mi cuerpo como si fuese una presa que pretendiera escapar. Yo, aún en éxtasis por la fuerza de la música que creía no volver a escuchar, percibía su cuerpo encima del mío como algo lejano. Sentía que muchas partes mías me abandonaban y corrían hacia ella cada vez que la penetraba, pero sólo cuando hincó sus dientes en mi pecho hasta hacerlo sangrar, pensé en la necesidad apartarla de una patada porque mi cuerpo no me respondía y empezaba a sentir miedo. Con mi sangre ahora corriendo hacia la tierra, entró en delirio y entonó, primero un ladrido horrendo, inacabable, y luego, con los labios a cinco centímetros de mi oreja, un susurro maravilloso, celestial que me lleno cómo un líquido plateado y cálido, sólo durante diez palpitaciones del corazón entonces, sólo entonces sentí mi ego y el suyo como nunca pensé que podría experimentarse un objeto, sentí la verdad, el poder, la lujuria, la aberración, la piedad, todos los sentires y pesares, del más simple al más deseado, como si todo cupiera en una jarra de hormonas bien cultivadas: la verdad en tres gotas de mi cuerpo.

Al acabar descargó su cuerpo sudoroso y fatigado sobre el mío. El calor emanaba de ella por primera vez. La abracé tiernamente como a un dulce oscuro y robado, como el tesoro de un niño travieso. La melodía se repetía una y otra vez ante mis ojos: El universo desfilando ante mis lentes y yo haciéndome grande para tomarlo con los dedos. Y ella a mi lado, el medio para que todo fuera posible

Habló sosegadamente, sin mirarme, con una voz desagradable, demasiado masculina. Me explicó que canciones de la muerte hay tres y que cada una representa un escalón del amor. Debía volver en un año, antes de las seis de la tarde si quería escuchar la más hermosa de todas las canciones. Trate de responderle algo, cualquier cosas, pero ya estaba levantada y cambiada abrazándose el vientre muy amorosamente. Unos pocos pasos le bastaron para perderse entre los árboles.

Lo primero que hice tan pronto llegué al hotel fue verme en el espejo. La ropa llena de sangre, el cabello seco, los ojos, la boca, los dedos largos, sucios y delgados, la mirada de un caballo o un canario que observan las cosas sin saber que tienen ojos. Estuve a un paso de la muerte, pero ella me salvó, sí, me salvó de ella misma, así es como funcionan las cosas.

Creo saber de que se trata la última canción, y aunque ahora mismo tenga miedo y dude de mi mismo, se qué en un año estaré allá. Si todo sale bien debes estar leyendo esta carta el 29 de agosto de 198. Si es así te pido que no te preocupes. De haberte hecho caso estaría en casa, seguro y con mucha vida por delante, pero no habría tocado la punta del árbol, ni visto lo que me ha sido dado. Puede que no sea feliz ahora, pero de otro modo sería más desdichado.

Te escribo esto para que tú también vayas a donde tienes que ir, no importa que tan lejos parezca, ni que tan irrealizable luzca ante los ojos de la demás gente, que tus piernas no sean una excusa para pasarte la vida en cama. Sólo una entre cien personas puede ver las cosas con claridad y por eso tú que eres tan especial no debes hacer caso de ellos. Ten miedo, pero apóyate en él para llegar a donde debes, no te escondas detrás de él. Sólo me queda decirte que espero que puedas conocer a tu sobrino, adiós Lucía.